Cuando la democracia muere en silencio
A veces, los mejores análisis sobre el Perú provienen del extranjero. El más reciente lo firma Will Freeman, investigador del Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos, en un artículo publicado en “The New York Times” bajo el título “Perú muestra cómo mueren las democracias incluso sin un dictador”. Su tesis es tan simple como inquietante: las democracias también pueden morir sin caudillos autoritarios. Pueden asfixiarse lentamente cuando el Estado deja de cumplir su función básica: proteger a los ciudadanos de los poderes depredadores que lo rodean.
Freeman llama a esas fuerzas “poderes paralelos”: redes que se mueven entre lo legal y lo ilegal, con la complicidad –o indiferencia– de quienes gobiernan. No son ejércitos ni partidos únicos; son alianzas cambiantes entre políticos, empresarios y mafias que lucran con la debilidad del Estado. Según Freeman, “durante años, el presidente ha gobernado principalmente sobre el papel. El verdadero poder de decisión se ha trasladado a una coalición difusa de figuras del poder político, muchas de las cuales han sido acusadas de tener vínculos con redes de corrupción”. Y, aunque el análisis duela, resume con precisión el lugar al que hemos llegado.
Como precisa Freeman, en los últimos años el Perú ha tenido siete presidentes, más de 30 ministros de Salud y decenas de reformas improvisadas. Cada crisis parecía abrir una oportunidad de cambio, pero el ciclo se repite. El poder no desaparece: se fragmenta. Los vacíos los llenan actores que operan sin control ni vergüenza. El Congreso, convertido en refugio de intereses particulares, ha promovido leyes que limitan la capacidad de los fiscales, reducen la supervisión ambiental y debilitan la rendición de cuentas. Son las llamadas leyes procrimen, aprobadas por una coalición informal de supervivientes políticos que se protegen mutuamente.
Mientras tanto, la economía ilegal crece. Freeman plantea que la libertad no siempre se pierde por represión, sino también por abandono. “Las democracias pueden morir cuando el Estado no puede o no quiere limitar los poderes privados depredadores –narcotráfico, minería ilegal de oro, tráfico de personas, redes de corrupción– y a los funcionarios y políticos que hacen negocios con ellos”, advierte. En el Perú, esa frase se traduce en lo cotidiano: en el comerciante que paga cupos, en el periodista amenazado por denunciar mafias, en el ciudadano que teme caminar de noche o acudir a una comisaría que no responde. No hay censura, pero hay miedo. No hay dictador, pero hay territorios sin ley.
Lo más grave es que nos hemos acostumbrado. Llamamos “normalidad” a vivir entre la ilegalidad y la desconfianza. La impunidad se convirtió en costumbre, y la indignación, en rareza. El peligro no es solo la corrupción que corroe al Estado, sino la resignación que anestesia a la sociedad. Cuando el ciudadano deja de creer que algo puede cambiar, los poderes paralelos ganan terreno sin disparar una sola bala.
Sin embargo, Freeman también señala que existe una salida, aunque sea estrecha: fortalecer simultáneamente al Estado y a la sociedad civil. No se trata de buscar un salvador, sino de reconstruir la confianza institucional. De exigir reglas claras, justicia eficiente y autoridades con límites reales. De recuperar la idea de que la ley protege, no castiga.
En un país donde cada año parece el preludio de otro colapso, tal vez lo más revolucionario sea aspirar a lo básico: un Estado que funcione y ciudadanos que no se resignen a la libertad mínima que dejan las mafias y la corrupción. Porque la democracia no muere de un golpe; muere en silencio, cuando el Estado se retira y los ciudadanos miran hacia otro lado.





info@videnza.org
RUC de Videnza Consultores SAC: 20555936801